

Esta semana se conmemora la entrada del ejército ruso en Auschwitz. El mundo iba a saber de uno de los horrores más grandes que han contemplado ojos humanos. Es un buen momento, pues, para recordar un libro imprescindible: ‘El hombre en busca de sentido’, de Viktor Frankl, basado en la estancia del autor en varios campos de internamiento nazis.
Tal y como explica Luis Daniel González, Frankl “hace pensar en cómo, al final, lo que importa es ser conscientes de los motivos para luchar y para sobrellevar las condiciones de vida, por penosas que sean. Se apoya, para eso, en «las palabras de Nietzsche “el que tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo”», de las que dice que «podrían convertirse en el lema que orientara y alentase los esfuerzos psicohigiénicos y psicoterapéuticos con los prisioneros».
Este fue el panorama que encontraron los soldados soviéticos cuando arribaron a Auschwitz.
Los esfuerzos terapéuticos de Frankl en el mismo campo, nos dice, se apoyaban en hacer notar a sus compañeros que «la unicidad y singularidad que diferencian a cada individuo, y confieren un sentido a su existencia, se fundamenta en su trabajo creador y en su capacidad de amar». Por eso, quien sea «consciente de su responsabilidad ante otro ser humano que lo aguarda con todo su corazón, o ante una obra inconclusa, jamás podrá tirar su vida por la borda. Conoce el porqué de su existencia y será capaz de soportar casi cualquier cómo».
Insiste en cómo el hombre no está determinado por su entorno, pues «las experiencias de la vida en un campo demuestran que el hombre mantiene su capacidad de elección»; que la última de las libertades humanas es la elección de la actitud personal que un hombre adopta frente al destino. Esa línea de pensamiento la formula, de modo contundente, cuando al terminar afirma que «la historia nos brindó la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Quién es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que inventó las cámaras de gas, pero también es el ser que entró en ellas con paso firme y musitando una oración».
Entre las cosas que señala según va contando su historia, el autor apunta que hizo un gran descubrimiento en una ocasión en la que se descubrió pensando en su esposa, en un estado que llama de «embriaguez nostálgica». Dice así: tuve «un pensamiento que me petrificó, pues por primera vez comprendí la sólida verdad dispersa en las canciones de tantos poetas o proclamada en la brillante sabiduría de los pensadores y de los filósofos: el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre. Entonces percibí en toda su hondura el significado del mayor secreto que la poesía, el pensamiento y las creencias humanas intentan comunicarnos: la salvación del hombre solo es posible en el amor y a través del amor. Intuí cómo un hombre, despojado de todo, puede saborear la felicidad — aunque solo sea un suspiro de felicidad — si contempla el rostro de su ser querido». E indica que así también entendió el sentido y el significado de las palabras bíblicas que dicen que «los ángeles se abandonan en la contemplación eterna de la gloria infinita».
La obra de Frankl, nacida de la tragedia más absoluta, nos abre a la esperanza, pues como él mismo escribe: «Nuestra generación es muy realista pues, después de todo, hemos llegado a conocer al hombre en estado puro: el hombre es ese ser capaz de inventar las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas mismas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shemá Israel en los labios».