

Hoy 18 de octubre celebramos la festividad de San Lucas, el evangelista. Junto a los otros tres, él nos transmitió la Buena Nueva y en su singularidad nos dio a conocer a Cristo y a la Sagrada Familia en escenas únicas y entrañables. Lucas fue también el cronista de la primerísima Iglesia, que bajo la protección y la inspiración del Espíritu Santo iniciaba su andadura en este mundo, un mundo que cambiaría completa y radicalmente por su sola existencia.
El mismo 18 de octubre esconde no obstante otra efeméride, una que ni siquiera mantenemos en la memoria, una que yace casi olvidada en los viejos legajos de la historia y que, sin embargo, es de una extraña coincidencia: la destrucción de la Iglesia del Santo Sepulcro por el por el califa Huséin al-Hakim Bi-Amrillah en el año 1009.
La destrucción de una Iglesia es una profanación, una ofensa a Dios, un acto despreciable y a la vez un acto cobarde e impotente: ensañarse con la piedra, porque no puede alcanzarse a quien la habita. Sin embargo, la destrucción del Santo Sepulcro tiene una particularidad, la misma que hace único aquel lugar: es la pretensión de hacer desaparecer el mismo evangelio, porque aquel lugar fue la piedra de toque de nuestra fe, es el evangelio vivo: ¡una tumba vacía!
He aquí la extraña coincidencia que hoy celebramos, un paradigma de la historia en sí mismo: la de un libro ante un déspota terrible y a la vez la de un Dios ante un pecador insignificante. La historia del mundo es apasionante, porque es la historia de la vida de los hombres, la historia de la humanidad que camina entre dos pasiones: “la del amor a Dios hasta el desprecio del hombre y la del amor al hombre hasta el desprecio de Dios”. Dios ha venido a cambiarla, o mejor, a salvarla y llevarla a su plenitud… porque nos ama apasionadamente.
Y ante la injusticia, ante los déspotas, ante imperios, reinos y revoluciones, ante los más graves y los más insignificantes avatares… ante cada uno de nosotros -necesitados de redención- un libro se abre paso a lo largo de la historia por sus caminos, sus altibajos, sus desiertos, sus recovecos, sus trampas, sus hitos… moviendo corazones, elevando almas, sublimando sacrificios… silenciosamente, discretamente, bellísimamente: es el Evangelio, como el de Lucas.