

Que Fracasología, el último libro de Mª Elvira Roca Barea, plantea cuestiones importantes es una obviedad de la que dan testimonio los múltiples comentarios, a favor o en contra, que está recibiendo.
Uno de los últimos en sumarse a este diálogo es Aquilino Duque, desde El debate de hoy, donde escribe que “la prosa de María Elvira es clara, amena y contundente. Leerla es un placer tan grande como oírla hablar en público. El esfuerzo que pueda hacer para ver lo que tiene delante de los ojos, según la cita inicial de George Orwell, a ella no se le nota. Lo que no deja en cambio de asombrar es la revelación, más que interpretación, que hace de hechos que el lector daba por sabidos. Y esto ocurre a las primeras de cambio, en esa larga cambiada a porta gayola de su primer capítulo consagrado al cambio de dinastía. Ese lance tiene que ver con la última de las guerras que Luis XIV emprende para asegurar la grandeur de la France, que es la Guerra de Sucesión española, resultado de las intrigas diplomáticas de su embajador Harcourt que, gracias al Motín de los Gatos, prevalece sobre el partido austracista en la corte de Carlos II y consigue que este teste a favor del nieto del Rey Sol.
Sin embargo, lo que desata la guerra no es la entronización de Felipe de Anjou, sino el trato de favor dado a Francia en el comercio con América, a despecho de la Casa de Contratación de Sevilla y en detrimento de Inglaterra y las Provincias Unidas, a las que se unen Austria, Prusia, varios principados alemanes, Saboya y Portugal. Carlos II era feo y tenía mala salud, pero ni era tonto ni estaba hechizado. Las conclusiones a que llega Octavio Paz en su libro Las trampas de la Fe, en el que describe la administración virreinal de la Nueva España, en el sentido de que México nunca estuvo tan bien gobernado ni es de esperar que vuelva a estarlo, no dejaron de sorprenderme desde la “idea recibida” que tenía yo del reinado de Carlos II. Ya antes, Luis Díez del Corral, en su Velázquez, la Monarquía e Italia, me había alertado sobre la denigración sistemática de la Casa de Austria por parte de la dinastía borbónica. María Elvira es implacable con el Siglo de las Luces, con la Ilustración, y con los ilustrados franceses que nunca bajan la guardia desde sus alturas pirenaicas.
Nada de lo que cuenta la implacable e impecable María Elvira tiene el menor desperdicio, pero comentarlo llevaría páginas y páginas. Las tres partes en que se divide son sugestivas a más no poder por la cantidad de datos nuevos, al menos para un lector profano como el que suscribe, y de ideas originales. Baste decir que esta primera parte se subtitula El siglo de las Luces y las Sombras; la segunda, De la Guerra de la Independencia al 98, donde trata de las Cortes de Cádiz, de los liberales, los afrancesados y del “fracaso histórico” de la pérdida del Imperio, y de la comparación de este con los imperios coloniales, sus depredadores, como los llama Gustavo Bueno, entre otras cosas a cual más llamativa; la tercera, por fin, en la que pone a caldo nada menos que a Max Weber y contrapone la “moral católica” a la “ética protestante”, y cita a René Girard para explicar la transferencia de culpa, en cuya virtud los de la “ética” desentierran el hacha de guerra contra los de la “moral” en su cruzada antiespañola mezclada de indigenismo, cabezas de huevo y cultivadores de adormideras de California.
Pocas veces un trabajo histórico aparece con tanta oportunidad como ahora, en que la nación española hace frente sin tapujos a otro de sus grandes fracasos, cuyos orígenes hay que buscar en el momento en que el agónico sistema actual aplicó la damnatio memoriae al régimen que hizo posible la “Transición sin traumas”. Gracias a ese régimen, surgido del fracaso de la II República, España, como dijo Azorín en su día, volvió a tener conciencia de sí misma. Era, pues, perfectamente lógico el empeño que, desde un primer momento, puso la “Transición” en renegar de esa conciencia, a la vez que aplicaba, corregida y aumentada, una damnatio memoriae, como la que los descendientes de Luis XIV aplicaron a los de Carlos I.”