

El último libro de Enrique García-Máiquez, Gracia de Cristo, merece ser leído con sosiego. En realidad no se trata más que de breves comentarios, ideas y sugerencias personales a pasajes de los cuatro evangelios. El autor nos indica el pasaje escriturístico y comparte con nosotros alguna reflexión al respecto que, en muchas ocasiones nos descubren que, incluso en los pasajes que has leído mil veces, hay algún detalle que se te había escapado o que habías descartado como superfluo.
Leer Gracia de Cristo es también asomarse a los pensamientos, a la oración, de quien ha pasado mucho tiempo leyendo y releyendo los Evangelios. En esto García-Máiquez se muestra como un aventajado discípulo de San Ignacio cuando recomendaba la contemplación de las escenas del Evangelio como si uno estuviera allí presente. Es esa composición de lugar por la que, con nuestra imaginación, nos trasladamos a los caminos de Judea, a los pozos de Samaria o a las orillas de Galilea y contemplamos en detalle la vida de Jesús. Uno se puede imaginar al autor pasando largos ratos degustando las palabras del Evangelio, imaginando cada una de las situaciones y, sobre todo, las reacciones de sus protagonistas, con un lápiz en la mano para tomar notas de todo aquello que hasta ahora le había pasado desapercibido. Gracia de Cristo es pues testimonio e invitación a hacer oración en ese estilo contemplativo que nos hace conocer más y mejor a Jesús (y de eso se trata, pues sólo se puede amar más a quien más se conoce).
Pero claro, la gracia de Gracia de Cristo es el cristal a través del que García-Máiquez observa el Evangelio, que no es otro que el del sentido del humor que aparece en los lugares más insospechados. Es cierto que se nos habla de un Jesús explícitamente llorando y sin embargo no se nos dice que estallase en carcajadas. Tampoco hacía falta porque carcajadas quizás no, pero el Evangelio está repleto de sonrisas y miradas divertidas de Jesús, evidentes incluso para el lector más superficial. Si el sentido del humor es un rasgo propiamente humano y el Verbo asumió plenamente nuestra naturaleza, Jesús debía de tenerlo también en su plenitud, que por cierto, si hay aspectos propiamente nacionales del humor, en su caso sería específicamente judío.
El catálogo de recursos que descubrimos en los evangelios es enorme: ironía, paradoja, sorpresa, burla, adivinanzas, bromas, guasa, sarcasmo, parodias, chistes, situaciones cuasi circenses, hacerse el tonto, vacilar a propios y extraños, dobles sentidos, tomaduras de pelo, juegos de palabras, exageraciones tremendistas, gags propios del cine mudo o de dibujos animados de mamporros, humor absurdo… ¡hasta humor marrón!
Impresiona releer tantos pasajes, supuestamente archiconocidos, y descubrir que ahí estaba, discreta, esa sonrisa, esa mirada cariñosa y juguetona de Jesús. Y es que si decía antes que Gracia de Cristo es una invitación a hacer oración, y a pasárselo muy bien haciéndola, el libro de García-Máiquez consigue que leamos los evangelios de forma diferente, sosegada, con atención a los detalles, atendiendo a todos los personajes y descubriendo reacciones y gestos que ni siquiera habíamos imaginado en una lectura más apresurada.
El autor nos da las reglas para esta renovada lectura: “que no nos engañe el gigantesco spoiler de tantos siglos de clases de religión y homilías. Revivamos la escena olvidándonos del final”, “hay que leer las parábolas versículo a versículo, sin presuponer lo que sigue ni oírlas a bulto porque ya nos las sepamos de memoria”, y más adelante insiste: “aprovechemos para recrearnos ahora en el detalle”. Es decir, leamos el Evangelio con ojos de niño, como si lo hiciéramos por primera vez, asombrándonos, sorprendiéndonos. Es ésta la actitud de infancia espiritual, la de hacerse niños a sabiendas de que es éste el camino para entrar en el reino de los cielos.