Cristiandad dedicó de forma monográfica el núm. 1009-1010 (Agosto-Septiembre 2015) a la iglesia en África, “llamada a desempeñar un importante papel en la Iglesia universal” como lo dijera en su día el cardenal Sarah.
Nuestro colaborador José Álvaro Sáchez-Mola escribió un artículo sobre San Carlos Luanga y la evangelización de Uganda. Reproducimos unos fragmentos sobre la vida de los santos que conmemoramos hoy.
Todos estos africanos, legión de intrépidos mártires que unidos por la fe común darán un testimonio de esa fe yendo juntos a la muerte por confesar que creen en Jesucristo, pueden dividirse en dos grandes grupos. El primero está formado por jóvenes de entre 13 y 26 años; todos ellos tienen en común que formaban parte de la corte y trabajaban para el rey como pajes. Fueron martirizados el mismo día. Entre ellos figura Carlos Luanga.
Luanga nace en el año 1865. Este hombre era un laico cristiano que trabajaba para el rey. Se podía considerar como el favorito del rey, ya que desempeñaba los encargos más delicados. En medio de la corte, se dedicaba a instruir en la fe a grupos de personas. Carlos Luanga animaba a permanecer perseverantes ante los acontecimientos que se estaban sucediendo.
La santidad no es algo que se alcance de la noche a la mañana, es un proceso que se inicia con el nacimiento, y especialmente en el nacimiento espiritual, en el bautismo. Así, Luanga bautizó a los catecúmenos que había entre ellos.
Cuando Carlos se negó a satisfacer los deseos desordenados del rey, éste entró en cólera y mandó que fuera llevado al calabozo para ser martirizado.
Pronto le acompañaron todos los cristianos al servicio del rey. Se les intimó en vano a la apostasía, pero en la palestra de los tormentos y sufrimientos confesaron a Cristo como hijo de Dios y salvador, y entonces fueron condenados a muerte y conducidos a un lugar llamado Namugongo para ser quemados vivos en el año 1886. Todos cantaban, gozosos de morir por Cristo. Cuando estaban en pie sobre los haces de leña, se produjo la maravilla que llenó de admiración a los verdugos: empezó a arder la leña y comenzaron las llamas a lamer los pies de los mártires, quedando envueltos en una nube de humo. En lugar de salir de ellos gemidos o maldiciones, se oían murmullos de oraciones y cánticos de victoria.
El suplicio de Carlos fue mucho más refinado que el de los demás pajes, pues nadie igualaba a su verdugo en el arte de torturar. Mientras moría en la hoguera, insultaban a Luanga diciendo «Vamos, ruega a tu Dios, y veamos si puede retirarte de este brasero». Pero él decía a su verdugo: «Insensato, no sabes lo que dices. Es agua fresca lo que viertes sobre mis pies. Ten cuidado con el Dios a quien insultas no sea que te arroje un día al verdadero fuego, que no se apaga jamás».
También estaba entre este grupo de mártires el hijo de uno de los verdugos. Este hombre sabía que su hijo era cristiano pero intentaba defenderle y salvarle de la muerte. Su hijo estaba convencido de que el valor no lo da la vida sino Jesucristo, y entonces se dirigió a su padre diciendo «Papá, el rey te ha ordenado que me mates; hazlo, yo quiero morir por seguir y amar a Jesucristo».
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