35 razones no son pocas. Y, si además nos llegan de la pluma de José Javier Esparza, tenemos la certeza de que estamos ante un libro documentado, riguroso, pero, sobre todo, atractivo y con el que aprenderemos disfrutando.
Les dejamos con su prólogo para ir abriendo boca:
Este es un libro pensado para ti. Y para tus padres. Y para tus abuelos. Para ti, porque nada de lo que aquí se cuenta te lo van a enseñar en el colegio. Para tus padres, porque probablemente les habrán enseñado todo lo contrario. Y para tus abuelos, porque tal vez un día conocieron muchas de estas historias, pero desde hace medio siglo les están diciendo que tienen que avergonzarse de ellas. Y no, no hay que avergonzarse de ser español. No hay que arrepentirse de la huella que España ha dejado en la Historia. Al revés, hay sobradas razones —por lo menos, treinta y cinco— para estar muy orgullosos de la Historia de España.
Por supuesto, nuestro suelo ha dado una buena porción de criminales, fanáticos, ladrones y bárbaros. Claro que sí. Como todos los pueblos del mundo, porque los humanos estamos hechos en todas partes de la misma pasta. Nadie es mejor por ser español, ruandés o noruego.
Pero, en el otro plato de la balanza, nuestros antepasados han hecho cosas maravillosas, cosas que cambiaron el curso de la historia, también cosas que hicieron del mundo un lugar más habitable; cosas que nos pertenecen porque son la herencia que nos han dejado y a las que no deberíamos renunciar porque, sin ellas, ¿quiénes seríamos? ¿Simples contribuyentes, simples votantes, simples consumidores de Netflix, intercambiables unos por otros? Es decir, ¿nadie?
Fueron españoles los que dibujaron el mapa del mundo abriendo el Atlántico, primero; dando la vuelta al globo después y, en fin, conquistando el océano Pacífico. En España nació el primer parlamento de Europa y también los primeros estatutos de ciudades libres. España fue la primera —y, durante mucho tiempo, la única— en prohibir que se esclavizara a los vencidos y en dictar leyes para protegerlos, y también la primera en traducir la religión propia a las lenguas de los conquistados. En España nació el germen de lo que luego conoceríamos como derechos humanos. Y las primeras formulaciones modernas de la economía. España organizó la primera expedición científica internacional y la primera campaña de vacunación en tres continentes. España alumbró la primera gramática de una lengua moderna. España fue el primer país de Europa que abandonó esa horrible práctica de quemar brujas. España revolucionó las artes con la impronta de sus «siglos de oro». Y otras muchas cosas más que en este libro vamos a ver una por una. ¿De verdad quieren que renunciemos a ellas?
Los episodios que aquí vamos a contar no son desconocidos. Pero sí han sido, con frecuencia, olvidados, silenciados o deformados. Toda nuestra historia padece desde hace mucho tiempo esa cara de la deformación sistemática. En buena parte, porque vivimos de tópicos elementales que tienen poco que ver con lo que realmente ocurrió y que, sin embargo, se han tomado por verdades inquebrantables. ¿Ejemplos? Miles.
En los manuales de Bachillerato españoles aún se enseña esa superchería según la cual la gente, en la época de Colón, pensaba que la Tierra era plana y solo el navegante fue capaz de sacar al mundo de su error. No es verdad: todos los europeos cultos del siglo XV —y desde mucho antes— sabían perfectamente que la Tierra es una esfera.
Lo interesante es constatar de dónde viene el tópico terraplanista: de un libro escrito en 1828 por el neoyorquino Washington Irving (La vida y viajes de Cristóbal Colón) en el que, para defender la superioridad del mundo moderno sobre la Europa medieval, se inventaba la burda patraña. Burda, sí, pero sugestiva, porque ¿quién no desea ser superior a las generaciones precedentes? Y así sigue difundiéndose hoy la misma mentira.
Por lo mismo, hoy es común la convicción del «secular atraso científico y tecnológico de España». O sea que hemos dado al mundo muchos valientes, sí, pero científicos muy pocos, tal vez por algún tipo de tara en el ADN nacional. Al parecer, nadie consideró oportuno preguntarse cómo un país pudo ser la primera potencia mundial entre los siglos XVI y XVII, construir barcos cada vez más perfectos, trazar rutas marítimas en dos océanos, sembrar América de enormes edificios y ganar batallas en cualesquiera escenarios, y hacer todo eso careciendo de ciencia y de técnica. Una vez más, no es verdad.
Por poner solo cuatro ejemplos, Francisco Hernández inventó la taxonomía moderna en 1576, Jerónimo Muñoz describió la supernova de 1572, Jerónimo de Ayanz creó la primera máquina de vapor en 1606 y Félix de Azara teorizó la evolución de las especies en 1800 antes que Darwin. Pero en España, desde principios del siglo XIX, rige el tópico del «secular atraso científico», y los historiadores, copiándose unos a otros, lo han convertido en verdad inquebrantable, por más que estudiosos actuales como García Tapia se esfuercen en sacar documento tras documento para demostrar lo contrario.
¿Más tópicos? El genocidio, claro. Ese brutal genocidio que España habría ejecutado sobre los indígenas de América. Es fascinante, porque uno ve hoy la América hispana y constata que hay decenas de millones de indios y, aún más, de mestizos. ¿Cómo es compatible eso con la tesis del genocidio? Y, sin embargo, ahí tenemos a no pocos españoles denunciando, indignados, el tal genocidio al lado de ciudadanos de evidente origen indio y que suelen llevar apellidos como Martínez o Gómez, sin que la manifiesta incongruencia les incomode lo más mínimo.
Dejemos aquí la lista de disparates, porque todos ellos van a explicarse por lo menudo en las páginas que siguen. Quedémonos con lo esencial: los españoles hemos dejado que nuestra historia se deforme hasta lo grotesco, hemos aprendido a odiarla —y a odiarnos— y eso se debe a una acumulación de causas en la que sería prolijo entrar, pero que van desde la holgazanería de una historiografía oficial demasiado dependiente de las simplificaciones del siglo XIX hasta la boba sumisión a las versiones hostiles difundidas desde el extranjero, pasando por la conveniencia política de unas elites que no han dudado nunca en poner la historia común al servicio de sus ambiciones particulares. Política, sí. Porque la Historia es un campo de batalla, lo ha sido siempre y nada se gana ocultándolo. También este es, por supuesto, un libro de batalla.
Es fácil entenderlo: quien controla el pasado, o sea, quiénes somos y de dónde venimos, controla el presente, o sea, adónde queremos ir. Hablemos claro: en España, desde hace muchos años, el relato sobre quiénes somos y de dónde venimos lo controla una gente que tiene bastante poco interés en eso que se llama «identidad nacional». Unos, mayormente a la derecha, porque sueñan con un mundo transparente de individuos disueltos en un gran mercado mundial. Otros, mayormente a la izquierda, porque aspiran a dibujar un país de nueva planta según sus particulares convicciones. Y aun otros, en fin, porque ambicionan crear su propia identidad nacional, como es el caso de los separatistas.
Los unos por los otros, el resultado es que una parte importante de los españoles de hoy sienten vergüenza de su propia historia, es decir, de sí mismos. Y así nos va. Porque, del mismo modo que ninguna persona puede vivir odiándose a sí misma, so pena de volverse loca, tampoco ningún pueblo puede vivir odiando su pasado y su propia existencia. ¿O lo que se pretende es volvernos locos?
Nietzsche cuenta en su Así habló Zaratustra una escena bastante truculenta que viene como anillo al dedo para nuestro caso. Paseaba Zaratustra por el campo cuando halló a un labrador en serios apuros: una negra serpiente se le había deslizado dentro de la boca y clavaba sus colmillos en la garganta del desdichado, que apenas podía hacer otra cosa que implorar auxilio con ojos de espanto. Zaratustra se dirigió al campesino y le increpó con palabras parecidas a estas: «¿Por qué gimes? ¡Muérdela! ¡Muérdele la cabeza y escúpela lejos!». El campesino mordió la cabeza de la serpiente y así se liberó.
Hoy, en Europa en general y en España en particular, da la impresión de que una negra serpiente que se llama culpa nos ha atenazado la garganta mientras, a nuestro alrededor, un coro de lémures grita «¡Arrepiéntete!». Pues bien: muérdela; muerde esa cabeza de la culpa histórica y escúpela lejos. Porque toda esa gente que vivió en tu suelo, que se llamaba con tu nombre, que tenía tu misma cara, escribió hazañas asombrosas.
No te arrepientas. Hay razones de sobra para que estés orgulloso de la Historia de España.