Escribe Enrique García-Máiquez sobre una novela que quizás haya pasado desapercibida pero que merece nuestra atención. Sus argumentos son poderosos:
“Esta novela juvenil tiene, para empezar, uno de los mejores comienzos que recuerdo: «Las tripas del sapo atropellado, desparramadas, por el suelo, parecían un acertijo». Los pilares del cielo, de Eduardo Gris se empeñará, durante casi 300 páginas, en resolver ese acertijo, que es, digámoslo en honor al sapo, el enigma del universo.
Se trata de una novela chestertoniana, de tesis, que se regodea en la aventura intelectual y desprejuiciada de la ortodoxia (católica). Dedica una buena porción de páginas a la especulación teológica. Y también es chestertoniana por cómo beben cervezas. Yo creo que «cervezas» es la palabra –con «Dios»– más nombrada. Qué pena no haberlo sabido desde el principio para ir contando cuántas veces aparece. Sostenía Léon Bloy que una vez que se detecta cuál es la palabra más repetida en una obra literaria, se tiene una herramienta insuperable para encontrar su razón de ser. Las cervezas remiten a Chesterton y al lado más festivo de la existencia, naturalmente, pero también, como son menores los que las trasiegan, se convoca a cierta rebeldía contra mundum.
Cervezas aparte, ¿no es inverosímil que unos chicos de 16 y 17 años se planteen con tanta seriedad los problemas de la existencia? Tal vez sí, pero es un honor que se hace a los adolescentes en vez del oprobio de escribirles libros elementales y sexuales como para frívolos semianalfabetos sobrehormonados. El libro es un homenaje a lo estrafalario y a la contracorriente. Si Chesterton defiende que había que mirar el mundo haciendo el pino, Eduardo Gris sostiene que andemos hacia atrás como método de avanzar.
Esta historia de jóvenes inconformistas ocurre alrededor de una catedral levantada por un solo hombre con materiales reciclados, trasunto de la de Justo Gallego en Mejorada del Campo. El simbolismo de la catedral levantada sobre cuatro pilares –desechos redimidos, trabajo, oración y fe– es evidente: «Aquel anciano era capaz de dar nueva vida a las cosas rotas e inútiles». Lo cual da juego a jugosas reflexiones estéticas, como de paso, pero que no convienen perderse.
¿Por qué entonces ha escrito Eduardo Gris una novela y no un ensayo? Pues porque está de acuerdo con santo Tomás de Aquino: «Hay que cuidarse de querer introducir a otros en la fe por demostraciones. Por una parte, esto atenta contra la dignidad de la fe, pues la verdad de la fe supera todas las razones humanas. En segundo lugar, tales argumentos son la mayoría de las veces frívolos, y dan motivo de burla a los incrédulos, que entienden que nuestra fe depende de fundamentaciones de ese tipo» (en Quæstiones de quodlibet, 3, 14, a. 2). La novela está llena de argumentaciones brillantes, pero, al final, son la vida, la aventura, el arte, el amor (y la gracia) los que desvelan a Dios. Sin hacer de menos a los razonamientos, que se nos muestran en su dimensión más aventurera y apasionante.
Hay alguna historia terrible y casi inverosímilmente dramática, pero no hay fallos narrativos, aunque el corazón del lector proteste. Sin concesiones, Eduardo Gris nos quiere situar ante lo que podríamos llamar, con palabras de Claudio Rodríguez: «el dolor inocente, que es el mayor misterio». Sabe que la fe tiene que superar esas últimas pruebas del mal y el dolor en el mundo. El resultado es una novela de culto, no porque haya tenido, hasta donde sé, demasiados lectores, sino porque se los merece y porque yo no puedo leer ni recordar Los pilares del cielosin un escalofrío reverencial y casi litúrgico. Me gusta que inconscientemente, cuando el joven ateo de familia rota y humildísima, está acabando su bildungsroman emerja inesperadamente como un caballero; y su madre, unas páginas más adelante, como una señora. Es una culminación tan inconsciente como lógica”.