Con el propósito frecuentemente reiterado en nuestra revista de contemplar los acontecimientos sociales y políticos a la luz de la fe, dedicamos el presente número a reflexionar sobre el Mayo del 68 con ocasión de su 50 aniversario. Si se tratara de unos hechos de carácter exclusivamente político no habrían dado lugar a tantos libros que se han publicado en torno a este tema así como la intensa presencia mediática que han tenido. Las consecuencias políticas inmediatas fueron prácticamente inexistentes, sin embargo, como coinciden prácticamente todos los comentarios, desde un punto de vista cultural, ideológico e incluso religioso, el Mayo del 68 ha dejado un huella profunda y revolucionaria. Como casi todas las revoluciones, su aparición parece un hecho insólito e inesperado, pero con el tiempo podemos descubrir que han tenido una larga y quizá lenta gestación que hasta aquel momento emergente había pasado desapercibida. Los hechos revolucionarios son una llamada a tomar conciencia del mundo en que vivimos y de las tendencias profundas que lo caracterizan y también, como ocurre evidentemente en este caso, de las contradicciones que los acompañan. El Mayo del 68 no es fruto de una actitud revolucionaria contra el presente, más bien todo lo contrario. Francia y la mayor parte de los países europeos estaban en una situación de crecimiento económico y de extensión del bienestar sin precedentes, el aumento de estudiantes universitarios era constante y procedentes de sectores sociales más diversos. Pero junto a ello se percibía la falta de sentido de todo este «progreso» económico y cultural. Las raíces cristianas, que bien o mal interpretadas, estuvieron en el motor de la vida social y cultural del Occidente estaban desapareciendo. Era patente en el ámbito de las normas morales, especialmente las que hacen referencia a la familia y a la sexualidad. A pesar de ciertas apariencias de permanencia, la decadencia era profunda. Está situación es la que da lugar a las críticas dirigidas contra una sociedad en la que parecía aún vigente algo en lo que ya no creía. En este sentido el Mayo del 68 no es más que una cierta radicalización de aquello que ya estaba presente en la vida social, aunque no siempre se le daba la importancia que tenía.
Un aspecto especialmente grave y característico de este momento es la crítica a toda autoridad fundada en principios trascendentes y normas universales. Es el triunfo de la «anomía» que nos hace pensar en lo que dice san Pablo a los Tesalonicenses cuando les recordaba sus enseñanzas sobre «el hombre de la perdición», que aparecería en los últimos tiempos antes del triunfo de Cristo sobre el mundo..
El año 68 es el año de la «Humanae vitae» y también el de la publicación por el papa Pablo VI del Credo del pueblo de Dios, dos documentos que tienen que confirmarnos y hacernos crecer en esperanza al ver como el Espíritu Santo dirige a su Iglesia. Cuando se quiere prescindir de toda norma moral en la familia, el Papa recuerda cual es el camino de la fidelidad y felicidad familiar, y cuando resuenan las voces nihilistas, el Vicario de Cristo nos recuerda que sólo hay un Dios verdadero que ha venido a redimir al mundo y que continúa entre nosotros a través de su Iglesia.