

José Manuel Grau nos llama la atención en Nueva Revista sobre el interés del último libro de Christopher Dawson publicado por Ediciones Encuentro, Hacia la comprensión de Europa:
“Una de las razones para leer Hacia la comprensión de Europa es que ayuda a ver nuestro continente no como fruto de decisiones políticas y económicas, sino principalmente desde el prisma cultural, es decir, espiritual. Sin esa óptica no se puede explicar que Europa, centro de la civilización mundial a finales del siglo XIX, gestara dos guerras mundiales, sistemas totalitarios y horrores como el Gulag y Auschwitz en el siglo XX.
[…] Dawson pone de manifiesto que Europa se desmorona por no ser fiel a sus raíces culturales y espirituales, porque el humanismo ateo, en su búsqueda de una utopía mundial, acaba siendo un humanismo inhumano. Dawson, pues, propone que Europa ha de entenderse no tanto como una entidad política sino como una comunidad cultural de valores.¿Pero sobreviven los principios morales sin algo parecido a la fe? No es seguro, según Dawson, debido a la falta de confianza en la propia cultura y a la pérdida de confianza en la razón. A lo que añade el historiador George Weigel, en el prólogo al ensayo de Dawson, que los signos de la actual crisis moral de esta civilización se ven, de forma dramática, en la caída de población en Europa y en que Europa está modelada por una forma de ateísmo. Europa se enfrenta, en el siglo XXI, al «ser o la nada».
Dawson escribió Hacia la comprensión de Europa en plena Guerra Fría, poco después de la Segunda Guerra Mundial. Pero sus observaciones y sus enseñanzas son tan acertadas entonces como ahora, como cuando profetizaba: «La presente división de Europa es tan reciente y tan artificial que es difícil creer que este sea su aspecto definitivo» (p. 63). El motor de su pensamiento estriba en que «cualquiera que sea la causa última de esta crisis, es cierto que es una crisis espiritual, ya que representa el fracaso del hombre civilizado para dominar las fuerzas por él creadas» (p. 25).
Dawson se pregunta cómo se podrá preservar la inteligencia orientadora de la cultura y salvar las tradiciones espirituales de Europa. Una de sus respuestas es la educación. Quizá la forma tradicional de la educación clásica sea anticuada y ya no pueda proporcionar un elemento cultural unificador. «Pero el hecho de que la educación clásica ya no cumpla su propósito no significa que la cultura pueda prescindir por completo de tal elemento unificador, o de que este pueda encontrarse en un terreno puramente técnico» (p. 29). Al contrario: «Cuanto más extendamos el campo de la educación, más necesario resultará disponer de algún principio de cohesión que contrarreste las tendencias centrífugas de la especialización y el utilitarismo». Una parte de la solución sería, afirma Dawson, «encontrar los factores constructivos de la comunidad europea y hacerlos la base de nuestro estudio» (p. 34). Aprender más y mejor la asignatura de Historia.
[…]El olvido del mundo del espíritu es devastador, en opinión del que también fue profesor en la Universidad de Harvard. «La Europa protestante se basaba en la Biblia y el catecismo» (p. 30), mientras la Europa católica se fundaba en la liturgia, el arte y el drama religioso, que «hacían que la Iglesia fuera prácticamente la escuela del pueblo» (p. 30). En ambos casos, «la Iglesia proporcionaba un sistema de creencias y de normas morales comunes, así como los arquetipos de la historia universal y de la historia sagrada, que constituían la base de su mundo espiritual» (p. 30).
Sin el espíritu, la cultura se convierte en «una abstracción refinada, en vez de expresar una tradición viva que anima el conjunto de la sociedad, unificando el presente y el pasado» (p. 31). La absoluta separación entre la religión y la cultura tuvo su origen en «el encono de las divisiones internas de la Cristiandad y, en parte, en el temor de que los valores trascendentales y divinos del cristianismo se pusieran en peligro por su identificación o asociación con los valores humanos y relativos de la cultura» (pp. 31-32). Estos factores comenzaron a fermentar mucho antes de que la cultura europea se secularizara. «Ambos se originaron en el periodo de la Reforma, y fue Martín Lutero, específicamente, quien instituyó el dualismo teológico de la fe y las obras, en una forma tan decisiva, que no dejó lugar para ninguna concepción positiva de una cultura cristiana, tal como hasta él se había aceptado sin dar lugar a dudas» (p. 32). Hegel, luego, además, justificaría la guerra.
[…]Dawson no olvida el peligro del nacionalismo: «La influencia del nacionalismo moderno ha contribuido a que todos los pueblos de Europa insistieran en sus matices diferenciales, en vez de hacer que se atendieran a lo que más les unía» (p. 31). No es necesario irse a las disparatadas teorías racistas alemanas. «Pasando por alto todas estas extravagancias, todavía tenemos el hecho básico de que la educación moderna, en general, enseña a los hombres la historia de su país y la literatura escrita en su lengua como si estas materias fueran unidades completas y no partículas de una entidad superior» (p. 31).
Tras las guerras mundiales del siglo XX se ha asestado un golpe tan serio a «la confianza y la suficiencia de la cultura occidental y sobre la creencia en el progreso, que era tan firme durante el siglo XIX, que el hombre tiende a pasar al extremo opuesto; en realidad el mundo moderno está experimentando la misma clase de peligro que fue tan fatal al mundo antiguo: la crisis que Gilbert Murray, en su obra Cuatro etapas de la religión griega, califica de “agotamiento de la vitalidad“» (pp. 31-32).
[…]Concluyendo: «La última palabra en los problemas humanos siempre pertenecerá al poder espiritual, que trasciende tanto el orden de la naturaleza como el orden de la cultura y proporciona a la vida humana su significación y su finalidad definitivas. Solo mediante el nuevo descubrimiento de este poder y de la restauración de la relación triple entre los fines espirituales, los valores morales y la acción social es como Europa podrá superar su crisis cultural presente, debida ante todo a la contradicción entre el desarrollo del poder técnico y la pérdida del propósito espiritual» (p. 237).