Ediciones More, aunque aún joven, lleva desde hace ya un tiempo rescatando obras de Chesterton (y también otras obras merecedoras de nuestra atención) para regocijo de los numerosos entusiastas de este genial escritor.
Su último libro no es una obra de Chesterton, sino de su hermano Cecil (aunque inicialmente, en 1908, se publicara anónimamente). El título original, G.K. Chesterton, a Criticism, dejó paso, a partir de su publicación ya firmada por Cecil, al usado en esta edición: Mi hermano Gilbert.
El libro hará las delicias de los chestertonianos. Lo primero que uno piensa al leerlo es que, si bien obviamente diferentes, los hermanos Chesterton compartían claridad de pensamiento e intuiciones geniales. ¡Qué lástima, y qué pérdida, la muerte de Cecil durante la Primera Guerra Mundial!
Porque lo segundo que nos viene a la cabeza es la finura de Cecil como crítico. Sí, era su hermano, y además un hermano con el que se había pasado toda la vida discutiendo, una actividad que probablemente sea idónea para conocer a fondo a otra persona, pero cómo acierta en mucho de lo que expone, ¡qué calado tenía a Gilbert!
Cuando se publicó este libro, Gilbert K. Chesterton ya era famoso y había publicado algunos libros importantes, que son sobre los que se centra Cecil: la colección de artículos El acusado, El Napoleón de Notting Hill, Herejes, El hombre que fue Jueves o Dickens, entre otros. Pronto, pero aún no, vería la luz Ortodoxia, un libro que contesta alguna de las críticas de Cecil (y de tantos otros). De hecho, Cecil escribe lo siguiente en 1908: “Hasta el momento, Chesterton no ha respondido a este desafío [la demostración de la verdad del cristianismo]. No sé si lo hará alguna vez. Quizá su obra anunciada Ortodoxia sea la respuesta”. Y aún no teníamos al Padre Brown entre nosotros, aunque en El club de los negocios raros ya se podía atisbar algunas de las ideas (“la creación de un Sherlock Holmes trascendental, que resuelve los misterios mediante la comprensión de la atmósfera espiritual y no por los hechos y las pruebas”) que darían lugar a los relatos del sacerdote-detective.
De la lectura de los análisis de Cecil aparece un Gilbert muy vivo, alguien que “ha reaccionado contra su época”, que “se vio cara a cara con el mundo moderno producto de esa filosofía liberal en la que se había formado y que nunca le satisfizo”. También es muy instructivo el relato que hace Cecil del ambiente familiar de los Chesterton y del carácter de su hermano, al tiempo que conocemos sus primeras influencias, destacando Walt Whitman, cuya “sólida fe en la vida nunca ha abandonado” o R. L. Stevenson. De esta época, resulta interesante conocer detalles de la postura de Gilbert durante la guerra de los Boers (tan lejos del imperialismo como del cosmopolitismo).
Algunos de los juicios de Cecil servirán para explicar porqué decía antes que éste caló bien a su hermano Gilbert. Como cuando dice que “en casi todos los escritos de Chesterton se percibe la sensación de estar luchando contra un enemigo, real o ficticio”. De ahí que declare que Gilbert siempre es “un cruzado, casi un espadachín”. O cuando explica que, al contrario de lo que ocurre con Wilde, “la paradoja típica de Chesterton no es la inversión de un refrán. Consiste en la presentación deliberada de una tesis inusual e impopular con todos sus rasgos provocativos desplegados, y con todas sus consecuencias, que probablemente sorprenderán o irritarán a sus oponentes”. También acierta, en mi opinión, cuando juzga las novelas de Chesterton: “muestran la vida como una interacción de las fuerzas espirituales que trascienden la humanidad, de las que los personajes humanos no son sino mera encarnación. No son novelas, son misterios”. Y también hay patinazos, claro, como cuando afirma que “no creo que Herejes sobreviva” (desde su publicación no ha dejado de reeditarse).
No todo son halagos. En ocasiones Cecil puede mostrarse demoledor. Como cuando le critica a Gilbert sus abundantes digresiones: “cada vez que le pasa, abandona el tema sin escrúpulo y comienza otro ensayo totalmente ajeno al tema”. Yo he disfrutado mucho de estas digresiones, pero puede entender a quien no las soporta. O cuando escribe que el ensayo dedicado a Byron es el peor de todos y pasa a diseccionarlo, para acabar diciendo que “lo único que logra es irritar justificadamente al lector”. La defensa que Cecil hace de Ibsen, rechazando sin ambages las criticas de Gilbert, nos hace entrever cómo deberían de ser las frecuentes discusiones entre los dos hermanos: profundas, dilatadas, sin cuartel, pero al mismo tiempo sin afectar al cariño mutuo que se profesaban. En palabras de Gilbert, “discutíamos siempre y nunca peleábamos”.
Es especialmente reveladora la explicación de Cecil de lo que él llama “la deriva hacia la ortodoxia” de su hermano Gilbert, una dinámica que percibe en otras personas de su entorno, tipos que describe como “el rebelde conservador contra las convenciones de los enemigos de la convencionalidad”. Tanto su esposa Frances Blogg como su amigo Hilaire Belloc van a ser influencias clave de lo que irá cristalizando en Gilbert: la negación del progreso y la afirmación de la existencia del mal positivo.
El libro se completa con abundantes citas de las obras de Gilbert, que son una delicia, y del emotivo prólogo titulado Recordando a Cecil que G.K. Chesterton escribió tras la muerte de su hermano para acompañar el libro sobre historia de los Estados Unidos que Cecil había escrito. En definitiva, una joyita con la que los chestertonianos que en el mundo son disfrutarán de lo lindo.