La propuesta, ridícula y desorientada, del presidente de México López Obrador, exigiendo que España y el Vaticano pidieran perdón por la conquista y evangelización de México al menos ha dado pie a que se vuelva sobre lo ocurrido y se desmientan unos cuantos tópicos de la leyenda negra. Es lo que han hecho César Cervera y Manuel P. Villatoro desde las páginas de ABC, donde escriben lo siguiente:
«La idea de que los españoles deben pedir perdón por la conquista de México parte del error de base de equipar el Imperio azteca a lo que es hoy México, cuyas fronteras, cultura y estructura tiene más que ver con la Nueva España legada por Hernán Cortés que con las civilizaciones precolombinas. Si precisamente medio millar de es-pañoles lograron abrirse paso por un territorio ocupado por millones de personas fue porque muchos pueblos estaban hartos del régimen sangriento impuesto por la Triple Alianza (Texcoco, Tlacopan y México-Tenochtitlan). Cortés firmó una serie de alianzas con estos pueblos mexicanos descontentos y encabezó una suerte de revolución para derrocar a este totalitarismo sangriento.
¿Exigirá López Obrador que pidan también perdón los descendientes de la Triple Alianza (sólo una parte de los indígenas que sobreviven hoy en México) a sus víctimas? La antropóloga australiana Inga Clendinnen asegura en sus trabajos que lamentar la desaparición del Imperio azteca es como sentir pesar por la derrota nazi en la se-gunda guerra mundial. La cultura azteca era, según las evidencias históricas, un totalitarismo sangriento que se valía de tribus sometidas para realizar sacrificios humanos durante tres meses de festejos. Se calcula que entre 20.000 y 30.000 personas morían cada año para alimentar estas ceremonias. Las cifras varían atendiendo a las fuentes que se elijan, pero todas convergen en la misma conclusión: la ingente cantidad de sacrificios humanos que perpetraban anualmente los sacerdotes mexicas antes de la llegada de los españoles al Nuevo Mundo.
(…) Los españoles que atravesaron el Atlántico dejaron constancia de las prácticas caníbales con las que se toparon en el mismo instante en el que desembarcaron en Tabasco allá por 1519. Desde Bernal Díaz del Castillo (1492-1584), hasta el franciscano Bernardino de Sahagún (1499-1590). Todos ellos pusieron sobre blanco el viaje que hacía el cuerpo de una víctima desde que era sacrificada en el altar, hasta que era devorada por los aztecas. “Después de que los hubieran muerto y sacado los corazones, llevábanlos pasito, rodando por las gradas abajo; llegados abajo cortábanles las cabezas y espetábanlas en un palo y los cuerpos llevábalos a las casas que llamaban Calpul donde los repartían para comer”, explicaba el segundo.
(…) Bernal Díaz del Castillo dejó patente que en todos los pueblos que tomaban los españoles había “cues” (pequeños templetes con forma de pirámide) repletos de cadáveres a los que se les había arrancado el corazón como ofrenda.
(…) Otro tanto ocurrió en el verano de 1519 cuando Cortés llegó a Tlaxcala, uno de los pueblos que se resistía a rendir pleitesía a los mexicas y a su emperador, Moctezuma. Tras arribar a la región, Bernal Díaz del Castillo no pudo evitar sorprenderse al ver no sólo que era habitual el canibalismo, sino que encerraban en jaulas de madera a aquellos que iban a ser sacrificados y se les cebaba “hasta que estuviesen gordos para sacrificar y comer”. El extremeño intentó convencer, a partir de entonces, a los nativos de que abandonasen aquella horrible práctica, pero fue totalmente inútil. Y es que, como explica el cronista, “en volviendo la cabeza hacían las mismas crueldades” una y otra vez». (De la sección “Hemos leído”, Aldobrando Vals, Cristiandad, 1053)