Enrique García-Máiquez glosa en El Debate un libro magnífico que puedes conseguir aquí:
El libro La fe de Tolkien. Una biografía espiritual (Mensajero, 2024) de Holly Ordway da más de lo que promete. Ella se propuso hacer un estudio de la vida de fe de J. R. R. Tolkien, y ofrece, además, una fe de vida. Podría interesar incluso a quien no sea lector de su obra, porque en el libro seguimos las vicisitudes de una biografía apasionante (huérfano, converso, amparado por los oratonianos de Birmingham, estudiante en Oxford, nada menos, protagonista de una historia de amor y lealtad apasionada; profesor prestigioso, amigo de grandes escritores, escritor secreto, escritor triunfante, figura indispensable de la cultura actual, espectador de privilegio de los cambios del Concilio Vaticano II y de la Europa de los sesenta… Si uno es lector de El señor de los anillos, el interés vivísimo está asegurado.
¿Ordway se sale del camino que ella misma se había trazado? No, pero como el catolicismo de Tolkien es el centro del eje de la rueda de su vida, toda su biografía gira y se despliega alrededor con naturalidad. La autora del libro tiene dos grandes virtudes: sabe ver este papel central que el catolicismo irradia a todos los hechos de la vida de Tolkien y a sus libros. La fe, además, se constituye un magnífico hilo narrativo en cuanto que aporta tensión dramática: no era fácil ser católico entonces en Inglaterra y, para más inri, el joven Tolkien se enamoró de una anglicana. En segundo lugar, Holly Ordway reparte con una mano muy diestra la ingente información que maneja, incluyendo datos significativos y anécdotas sabrosas. También sabe callarse para que el lector avance entre líneas atando cabos.
Hay otro factor por el que partir de la fe permite escribir una biografía integral de Tolkien. El hombre tenía un carácter, y muchas cicatrices de su orfandad, pobreza infantil y de la I Guerra Mundial. Luchó con una vena depresiva. A veces era híper sensible y siempre extremadamente crítico. No le gustaban demasiado la Divina Comedia ni la traducción de la Biblia de Ronald Knox (que a C. S. Lewis, sí). Incluso al Padrenuestro puso peros. Lo consideraba redundante: «Mostraba una ligera objeción a la frase «santificado sea tu nombre» que era innecesaria, dado que ya se santifica el nombre cuando se pronuncia «Padre Nuestro»». No fue tan generoso con C. S. Lewis como éste con él. De particular importancia para los lectores de Tolkien es lo crítico que era con sus críticos, esto es, su preocupación constante por cortar de raíz cualquier potencial lectura alegórica, aunque los paralelismos entre fe y obra son continuos y, a menudo, voluntarios. Y viceversa: Tolkien se molestó ante la afirmación de un crítico de que en El señor de los anillos no había nada religioso. El libro de Ordway tiene un efecto benéfico: desinhibe al lector que podría estar acogotado por tanta protesta del autor contra cualquier lectura analógica o anagógica.
Por supuesto, también era muy simpático. Una estudiante estaba desolada porque suspendió un examen. Tolkien lo ofreció una copa de jerez [¡bien!] y le dijo «Pero, querida muchacha, todo el mundo suspende eso» [¡Muy bien!]. Tiene muchos gestos de nobleza: sus cartas a sus hijos o la memoria continua de su madre o su gozo en la camaradería universitaria. Cuando escribe al biógrafo de santo Tomás Moro, Raymond Chambers, que era anglocatólico, y le propone la conversión al catolicismo, le invita a «una causa siempre perdida», pues sabía que eso obligaría mucho más a un caballero que la promesa de la victoria final. También lo hace entrañable saberlo un procrastinador empedernido y presa un terror johnsoniano de irse a la cama. Estos detalles dan un retrato complejo, con luces, sombras y, sobre todo, claroscuros; pero la fe lo recoge todo y le da coherencia, sentido final y una luz superior. Quizá si Ordway no hablase de y desde su vida de fe, no podría haber puesto los defectos y las virtudes del escritor genial encima de la mesa con tanta naturalidad, buen humor y esperanza.
La autora añade un manejo enriquecedor de los futuribles. Hace múltiples hipótesis: «Si Tolkien no se hubiera hecho amigo de Lewis, nunca habría acabado El señor de los anillos, ni mucho menos lo hubiera publicado», por ejemplo. Siempre con honestidad, reconociendo que son conjeturas. Se pone algo más nerviosa cuando tiene que recoger las críticas de Tolkien al Concilio Vaticano II, que se empeña en reconducir como no había hecho antes con ninguna de las otras. Con todo, las plasma junto con iluminadores testimonios contemporáneos, y el lector se hace su composición de lugar.