

Es probable que el nombre «Nicolás Diat» no le diga nada, pero quizás se le encienda una luz si le decimos que Diat es el co-autor de los libros del cardenal Sarah (Dios o nada, La fuerza del silencio y Se hace tarde y anochece), escritos como una conversación en la que Diat pregunta y Sarah responde. Cualquiera que los haya leído sabe que en el acierto en las preguntas radica una parte importante de la valía de aquellos libros.
Ahora Nicolás Diat nos ofrece un libro, Tiempo de morir, en el que se atreve con la muerte, un tema por un lado tabú en nuestro mundo, pero por otro lado inevitablemente presente, y de modo especial en estos tiempos de pandemia mundial (y en el que el cardenal Sarah escribe el prólogo). Diat recoge numerosos testimonios de monjes, hombres de Dios que detrás de los muros de los monasterios, pasan sus vidas preparándose para el gran paso. ¿Pueden ayudarnos a comprender el sufrimiento, la enfermedad, el dolor y la soledad de los últimos momentos?
En una entrevista en Le Point sobre su último libro, Diat explica:
“Me llamó la atención el modo en que los monjes cuidaban de sus hermanos enfermos y ancianos, por los que mostraban una atención constante. Hay en ellos una lógica de perfecta gratuidad. Los monjes ancianos reciben unos cuidados que harían palidecer de envidia a cualquiera que trabaje en una residencia o en una unidad de cuidados geriátricos. Se trata sobre todo de un acompañamiento humano, de una presencia continua, de una amistad fraternal. En un monasterio, nunca se deja solo a un religioso enfermo. Cuando, afectado por una leucemia que había llegado a su fase final, el padre abad emérito de la abadía de Mondaye se marchó al hospital de Caen, estos hermanos premostratenses decidieron no abandonarle en ningún momento. Hay treinta y cinco. Día y noche, cada tres horas, se turnan junto a su cama. El problema es sencillo: acompañar a una persona es sobre todo una inversión. El padre enfermero de la abadía de Solesmes me contó las horas que pasó con un monje que padecía una forma de Alzheimer. Cada día se encontraba frente a una persona que ya no hablaba y que dependía completamente de él en sus acciones más cotidianas. Me dijo que si no tenía cuidado, la rutina podía llevar a un gran abandono. Todas las mañanas tenía que intentar reconsiderar al paciente como persona, concentrándose en no actuar con precipitación, frenando su deseo de incorporarse a una actividad más gratificante. El cuidado es una lucha de horas. En esta comunidad de hombres, la palabra “hermano” adquiere todo su significado ante el monje herido por la desaparición de un compañero, un amigo o un familiar. Es un poco como la comunidad humana. Es una cadena a través del tiempo; es el hombre continuo de Pascal. En estas comunidades se perciben dudas, fe, tristeza, pero nunca abandono entre estos hombres que se apoyan mutuamente.
(…)
Al padre abad de la abadía de Fontgombault, en Berry, le gusta describir la paradoja moderna que nos lleva a imaginar que vamos a reflexionar sobre nuestra muerte al final de nuestra vida, cuando estaremos enfermos, dependientes y, a veces, privados de nuestro discernimiento. Pero si no nos preparamos para la muerte mientras estamos vivos, nos resultará muy difícil hacerlo al final de nuestra vida. Los monjes han reflexionado tanto sobre la cuestión de la muerte que, en el momento en que se van, ya no es una cuestión de muerte: es un hecho simple y hermoso.
He hablado mucho con religiosos que hacen funciones de enfermeros, que a veces son médicos de formación. Y me ha llamado la atención la paz que tienen. Nunca hablan de tristeza, no se les ve llorar mucho. Porque para ellos, repitámoslo, la muerte es parte de la vida. Los monasterios tienen sus singularidades, ligadas a su historia particular. Hay una multiplicidad de destinos, historias y viajes personales singulares, pero todos estos lugares están habitados por la misma paz. Cuando me uní a ellos, tuve la impresión de que me iba a los márgenes. Pero, de hecho, los monasterios están en el centro de la vida, en sintonía con los problemas más humanos. Salía al mundo, tras los altos muros de las vallas, y en mi camino me encontraba en el centro de la vida.”